Iba Filiberto caminando por el bosque, y tenía mucha sed. Caminó por todos lados, buscando algún arroyo, pozo, río, alguna fuente de agua…
De repente encontró a una mariposa sentada sobre una piedra.
“¡Por fin, he encontrado un manantial! ¡Qué cosa más hermosa!” exclamó Filiberto.
La mariposa respondió con agrado. “Gracias, señor,” le dijo. “Ya sé, tengo unas alitas bien bonitas, ¿qué no? Son de pelos, ¿no crees?”
“Así es,” le respondió Filiberto. “Tus aguas son hermosas, cristalinas y puras. ¡Cómo me hacían falta! He buscado un manantial como tú por todo este bosque, y por fin te he encontrado, ¡alabado sea Dios!”
La mariposa agitó las alas con un movimiento sutilmente coqueto. “La neta que sí, soy una mariposa bien bonita,” le comentó. “O sea, mira nomás el diseño de colores en mi alita izquierda, es lo máximo, ¿verdad?”
“Por supuesto que sí,” dijo Filiberto. “El resplandor de la superficie de tus aguas no tiene igual. La vegetación que te rodea, la flora que tiene la dicha de beber de tus aguas dulces, que adora tu pureza y tu generosidad, sirve como el marco perfecto para hacer resaltar la hermosura de tus cascadas y tus lagunas.”
“¿La hermosura de mis antenas? Pues, sí, están bien bonitas también,” dijo la mariposa, mirando con indiferencia a su alrededor.
La verdad es que Filiberto sentía mucha sed en este momento.
“Eres el manantial más hermoso del bosque,” le dijo con sinceridad absoluta.
La mariposa sonrió con los ojos entreabiertos; en su rostro se manifestó una mezcla entre sueño e indiferencia. “Pues, claro. Soy la mariposa más hermosa del bosque.” Y se despegó aleteando la mariposa, y se fue volando hacia otros lares, a buscar adoración y halagos en otra parte.
Y ahí se quedó Filiberto, perplejo, confundido, preguntándose cómo era posible que un manantial saliera volando por el aire.
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