Tuesday, August 25, 2015

Tunguska: luces en el cielo sobre Siberia

En el año 1930, el gobierno de la URSS envió una expedición a Siberia a investigar un extraño suceso de una explosión en el cielo. Esperaban encontrar un meteorito. Lo que encontraron resultó mucho más ominoso.

Este es el diario de Matvéi Paríkov, uno de los integrantes de la expedición... 



Esta historia ligeramente ficcional que aparece abajo forma la base de la presentación artística "Tunguska", la cual se llevará a cabo en la Ciudad de México este viernes y sábado, el 28 y 29 de agosto. Para mayor información, consulta el bolante arriba. 

Una versión de esta historia se publicó inicialmente en la revista mexicana "Cinocéfalo" (Agoraspeed) en el año 2014. La historia forma parte del libro, Más frío que la nieve: cuentos sobrenaturales de Rusia, el cual ya está de venta en Amazon. 

El texto completo aparece abajo. 

* * * *



Tunguska:

Luces en el Cielo sobre Siberia

Мы придем к победе коммунистического труда!

¡Nos estamos acercando a la victoria plena del proletario comunista!
-Vladimir Lenin

NOTAS DEL DIARIO DEL CAMARADA INGENIERO MATVÉI RONÁLDOVICH PARÍKOV, ESCRITAS DURANTE LA INVESTIGACIÓN A LOS EXTRAÑOS SUCESOS EN TUNGUSKA, SIBERIA, EN EL AÑO 1930.

ATTE. DIRECCIÓN DE LA ACADEMIA SOVIÉTICA DE CIENCIAS (DIVISIÓN DE FENÓMENOS ESPACIALES) DE LA UNIÓN DE REPÚBLICAS SOVIÉTICAS SOCIALISTAS.

Día 1 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
3 de julio del 1930
Moscú

Esta noche saqué la fotografía de Tunguska y la miré de nuevo.
Me senté en mi cama, al lado de las maletas ya hechas, y me fijé en la foto. En la imagen aparecían centenares de árboles quemados, sus troncos ennegrecidos y sin hojas. Todos los árboles se inclinaban hacia el mismo lado, con el mismo ángulo preciso, como si siguieran un magnetismo invisible. Esta pequeña fotografía —tomada en el año 1908, antes de la gloriosa Revolución Soviética— era la única evidencia física que existía del suceso en Siberia.
El 30 de junio de 1908, el cielo sobre Siberia se iluminó con una enorme luz azul. Afirmaron los testigos que la luz brilló día y noche por varios días. Algo se estalló sobre la región de Tunguska, una explosión con una potencia equivalente a 15 megatoneladas de trinitrotolueno, que arrasó con más de 2,000 kilómetros cuadrados del bosque. Fue una luz “más brillante que el sol”, según los habitantes de la región, una explosión que destruyó las ventanas de miles de casas alrededor del Lago Baikal.
Mañana, en el nombre del gobierno popular de la Unión Soviética, saldremos a investigarlo.

Antes de acostarme, coloqué la imagen de los árboles quemados en mi cuaderno y saqué otra fotografía: el retrato de Ella. De Tania.
Tania tiene los ojos más hermosos que he visto jamás. La fotografía de blanco y negro no permite apreciar su hermosura, pero son verdes, misteriosos y profundos. Me dispuse a leer de nuevo la carta que me envió acompañada de la foto.

Mi querido Motya,
No sabes cómo te aprecio. Los niños y yo te extrañamos demasiado. Tengo muchísimas ganas de volver a verte…

Volví a mirar el retrato. La expresión impasible de Tania no revelaba la tristeza que ella sentía durante esa oscura etapa de su vida. La fotografía la tomaron hace un par de años, cuando ella todavía estaba con él, cuando vivía una pesadilla diaria, cuando soportaba los golpes, las borracheras y los gritos de su ex esposo.
Resulta sorprendente pensar que en los tiempos del zarismo —hace apenas unos años— una mujer como Tania nunca hubiera podido divorciarse, por más violento que fuera su esposo. El período pre-revolucionario era oscuro y bárbaro. El gobierno burgués controlaba, ocultaba y manipulaba muchas cosas. Cuando sucedió la explosión en el cielo de Siberia, el Zar Nicolás desairó el hecho por completo.
Ahora todo eso ha cambiado. La victoria de los obreros es inevitable, la Revolución bolchevique ha triunfado, y la burguesía y la explotación se quedarán en el rincón más oscuro de la historia. Brilla la luz de una nueva era de razón, progreso e igualdad. La ciencia y el marxismo destruirán las sombras del pasado. Lo que sucedió en Siberia, lo que el zar llamaba “un misterio inexplicable” y la iglesia llamaba “una señal de Dios” no es otra cosa más que un meteorito. Mañana comenzará la expedición soviética a Siberia; mañana empezaremos a iluminar el misterio de Siberia con la luz de la ciencia y la razón.
El ex marido de Tania es un ser visceral y primitivo que pertenece a otra época de la historia. Lo que un hombre como él jamás podría entender es que en este mundo, las cosas siguen un orden natural, una lógica consistente. Si eres un abusivo que se rige por la violencia, perderás la compañía de tu esposa. Si eres respetuoso, galante, sincero, te ganarás el afecto de una dama. Los buenos salen ganando, los malos siempre pierden. Es algo tan inevitable como la ley de la gravedad.
Hoy en día estamos creando un mundo nuevo. Ahora Tania está conmigo y yo jamás dejaré que ella vuelva a sufrir. La protegeré, la resguardaré, la abrigaré con mi amor incondicional. Así como la violencia y el sufrimiento han sido vencidos por la Revolución, la pesadilla de Tania ha terminado.
Mañana me reuniré con el camarada Leonid Kúlik y saldremos en el tren para la ciudad de Krasnoyarsk, rumbo a los lejanos bosques de Siberia. Lanzaremos esta investigación histórica; por fin, la ciencia y la racionalidad conquistarán el velo de misterio que ha encubierto a Tunguska durante tantos años. Daremos una explicación a las misteriosas luces en el cielo.
Por fin, entenderemos lo que antes se creía incomprensible.

Día 2 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
4 de julio del 1930
En el tren de Moscú para Krasnoyarsk

—Y ella ¿quién es? —me preguntó el camarada Leonid Kúlik, al ver que yo acariciaba la fotografía de Tania. Creo que Kúlik pudo notar la anticipación en mi rostro.
—Es mi amada, —le respondí—. Hace tiempo que no la veo. Pero ya pronto se acabará la espera, en cuanto lleguemos a Krasnoyarsk. Ella vive allá; me estará esperando en la estación.
Estábamos sentados en nuestro compartimiento individual del tren Moscú-Krasnoyarsk; tomábamos una taza de té con limón y azúcar. Nos tocó el tren número 13, vagón 6, compartimiento privado número 3. Kúlik y yo, por el hecho de ser miembros del Partido, teníamos el privilegio de viajar en el vagón de compartimientos privados, con servicio integral. Por la ventanita, a mano derecha, pudimos ver el pasillo que articulaba los compartimientos del vagón. Por la otra ventana del compartimiento pudimos apreciar el hermoso paisaje de la patria soviética: el bosque, los campos de trigo, árboles de pino, lagos, pintorescos pueblos.
—Me da mucho gusto saber lo de tu novia, camarada Matvéi, —me respondió Kúlik. Llevaba un saco negro, un modesto traje, y un sombrero de fieltro. En la solapa de su traje llevaba un broche rojo en forma de estrella, el símbolo del Partido Comunista—. Eres un ciudadano ejemplar, Matvéi. Mereces todo el amor del mundo.
Sonrojé y volteé hacia la derecha, vi que la provodnitsá iba caminando por el pasillo del vagón. La empleada corpulenta nos vio dentro del compartimiento y tocó a nuestra ventana.
—¿Se les ofrece otra cosa, señores? ¿Otra taza de té? ¿Quizás un trago de vodka, para viajar más a gusto?
—Un vodka, sí, compañera, —respondió Kúlik con una sonrisa de niño travieso que contrastaba con su barba canosa—. Para festejar el nuevo amor de este gran hombre.
La empleada caminó hacia la parte delantera del vagón, y Kúlik siguió con sus halagos.
—Como te decía, compañero Matvéi, no es por nada que te han elegido para esta expedición. Fuiste un integrante destacado de la Brigada de los Komsomoles. Al cumplir los dieciocho años, te inscribiste en el Partido. Sacaste las mejores notas de tu grupo en la Universidad Estatal de Sarátov. Participación cívica, estudios excelentes, conducta sobresaliente. Simplemente ejemplar. Has de ser el orgullo de toda la Unión Soviética, el orgullo del mismo Presidente Lenin.
Los cumplidos del camarada Kúlik me hicieron sonrojar de nuevo.
—Al llegar a Krasnoyarsk pasado mañana, Matvéi, tendrás todo el día libre. Podrás pasear con tu querida todo el domingo. Partiremos para el campo de Siberia el lunes siete de julio.
—Muchas gracias, camarada Kúlik. Ella me dijo que me estaría esperando con los niños.
— ¿Niños? ¿Ya tienes hijos con esta mujer? —Kúlik me miró con una sonrisa pícara—. ¡Vaya, Matvéi, pero no perdiste nada de tiempo!
   —No, claro que no son míos, —le dije entre risas—. Los niños son de su matrimonio anterior. Los pequeños me tratan a mí como si yo fuera su padre, pero son los hijos del ex esposo. Era un hombre violento y cruel. Imagínese, camarada, a veces él la golpeaba cuando ella iba cargando el bebé en los brazos. ¿Lo puedes creer?
Kúlik negó con la cabeza.
—Qué horror, Matvéi. No quisiera creer que algo así podría pasar en pleno siglo 20, en un país liberado como el nuestro….pero bueno, ya se acabó. Ahora ella está contigo.
—Sí, ya pasó. Yo he hecho todo lo posible por ella, camarada. He cuidado a sus niños; le he prestado dinero. Hasta le conseguí empleo en Krasnoyarsk. Yo conozco gente allá y le acomodé un trabajo como gerente de una fábrica. Y ahora le va bastante bien.
De nuevo saqué la fotografía de Tania. La detuve entre mis manos como talismán y miré el cielo gris y el bosque de abedules que pasaron velozmente por la ventana del tren. Con anticipación y añoranza me acordé de algunas frases de la carta de Tania. “Espero que llegues a Krasnoyarsk muy pronto, mi querido Motya…Me haces mucha falta…tengo muchas ganas de sentarme a platicar contigo larga y tendidamente, de mirar tus ojos y…
La voz de la provodnitsá en el pasillo interrumpió mi ensueño: “Dos copas de vodka, señores.” La señora colocó un plato de pepinos encurtidos sobre la mesa de nuestro compartimiento.
Kúlik agradeció a la señora, me entregó una de las copas y alzó la suya.
—Por el éxito pleno de nuestra misión, Matvéi. Por la gloria de la Unión Soviética. Y por tu nuevo amor.
Me tomé el licor y mordí uno de los pepinos. Y antes de sentir los efectos del alcohol, me di cuenta de algo: la provodnitsá había llegado desde el otro lado del vagón— del lado trasero, no el delantero— y nunca la vi pasar por el pasillo.
No le atribuí gran importancia. Respondí al brindis de Kúlik.
—Por el éxito.


Día 3 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
6 de julio del 1930
Ciudad de Krasnoyarsk

Cuando llegué a Krasnoyarsk, no encontré ni a Tania ni a los niños en la estación de trenes. Kúlik se sentó conmigo en la banca de hierro afuera de la estación, frente a la Plaza Central de Krasnoyarsk.
—En lo que llega tu amada, Matvéi, te volveré a explicar algunos de los pormenores de la expedición. En el año 1908, algo cayó del cielo sobre el bosque remoto de Siberia, por el Río Tunguska. Miles de testigos lo vieron; aseguran que tembló la tierra hasta el Lago Baikal. Suponemos —bueno, el gobierno supone— que fue un meteorito. ¡Imagínate, compañero, el tamaño que habrá tenido el bólido, si fue capaz de destruir más de 2,000 kilómetros de árboles y casas!
—Tendría que haber sido gigantesco, —respondí. Repasé visualmente la Plaza Central, buscando a Tania.
—Y por eso se ha interesado el gobierno en el asunto, Matvéi. Un meteorito de ese tamaño ha de contener incontables cantidades de hierro, hierro que la industria soviética necesita para seguir construyendo nuestra gran nación socialista. Por eso estamos aquí, tan lejos de Moscú. Por eso nos iremos al pueblo de Lesosibirsk mañana. Por eso van los demás ingenieros y técnicos que participarán en la expedición. Es por la patria y por el progreso. Investigaremos la explosión a fondo, descubriremos dónde estuvo el sitio de impacto, y rescataremos el meteorito. En Moscú nos recibirán como héroes.
Kúlik se despidió de mí con un abrazo fuerte y me dejó en la estación con mi maleta. Dos horas más tarde, llegó Tania con los tres niños. Los dos niños mayores corrieron y me abrazaron tiernamente; Tania cargaba al bebé en los brazos.
—Perdón por la tardanza, —me dijo Tania al besarme la mejilla. Noté que tenía aliento alcohólico. — Es que salí con unos compañeros del trabajo, con los demás gerentes de la fábrica.
— ¿Te tocó trabajar hoy?
—Sí, pero me las pinté. Salí temprano.
— ¿Te fuiste del trabajo para salir con los compañeros?  
—No pasa nada, no te mortifiques, no me van a descubrir, —me dijo con otro beso en la mejilla—. Lo hacemos a cada rato y nunca nos ha pasado nada. Pero ya vámonos, querido.
Fuimos a pasear por el centro de Krasnoyarsk. A Tania le entregué el chocolate que le había traído de Moscú; a los niños les compré un helado en la Plaza Central. Y sentí una gran felicidad al saber que estos niños ya no sufrirían las cóleras de su padre biológico. Son tan tiernos, pensé, merecen todo el amor del mundo. Caminamos por el parque, bajo la gran estatua de Vladimir Lenin con su pose más famoso: con el brazo extendido hacia adelante, apuntando hacia un futuro brillante, hacia un mundo nuevo, hacia la liberación de los pueblos.
Al caer la noche, Tania dejó a los niños en la casa de su abuela que vive en un suburbio de Krasnoyarsk. Después me invitó a cenar en su departamento, el cual se ubica en uno de los nuevos edificios de ocho pisos que acaban de construir en el centro de la ciudad. Cenamos unos kotleti de carne molida, un pan negro de Ucrania, y una ensalada de jitomates. Tania encendió una vela y nos quedamos platicando en la cocina por un rato, tomándonos una copa de vino tinto.
De pronto la combinación del vino, la conversación, la rica comida y la añoranza se apoderaron de nosotros, y comenzamos a besarnos desenfrenadamente. Nos fuimos a la sala y seguimos besándonos en el sillón...pero cuando empecé a dar los siguientes pasos hacia la intimidad, Tania me frenó.
—No, perdón, Motya. Es que…es que ahora no es el momento. No estoy lista.
—No te preocupes. —Le acaricié la mejilla—. Te daré el tiempo que tú necesites. Tenemos todo el tiempo en el mundo.
Ella me abrazó intensamente.
—Ay, cariño, gracias. Eres tan tierno.
Me quedé dormido en el sillón de la sala, soñando con los misterios de la sierra de Siberia. Soñé con explosiones en el cielo, con árboles quemados, con luces y ruidos que me dejaron sin aliento.


Día 4 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
7 de julio del 1930
Pueblo de Lesosibirsk

Hoy llegamos a la lejana sierra de Siberia.
Lesosibirsk es una pequeña aldea en medio del inmenso bosque, un pueblito de casas de madera, de campesinos rusos, aborígenes evenki, cazadores yakuti, nómadas buryati, de ancianos vestidos con sus atuendos tradicionales. La aldea consiste en poco más que una calle principal con la oficina postal, una estación de telegrafía, una iglesia ortodoxa abandonada, dos abarroterías, la comandancia de la milicia, y —milagrosamente— un pequeño hotel de la cadena estatal “Inturist”.
Tras llegar a la aldea en el tren, Kúlik y yo nos instalamos en el hotel, lugar donde nos reunimos con los demás integrantes de la expedición que también venían llegando de distintas partes del país. Somos doce en total.
Hoy es un día muy importante: marca el inicio oficial de nuestra misión aquí en Siberia. Y es doblemente importante, porque hoy también es el día que Tania comenzará a tramitar los primeros oficios para realizar su divorcio. Ahora mismo, ha de estar reunida con su ex esposo para firmar los documentos preliminares.
Los integrantes del equipo nos reunimos en el pequeño comedor del hotel Inturist. Nos presentamos entre sí y nos pusimos a revisar los pormenores del evento de 1908. Examinamos el mapa de la Región Tunguska, lugar donde se dio el hecho, el cual está a varios kilómetros de esta aldea. Tras platicar por un rato, decidimos comenzar por entrevistar a los aledaños que presenciaron el suceso. Esperamos que de estas entrevistas preliminares surgirá algún contacto que acepte llevarnos a Tunguska, al sitio de impacto.

—Primero, yo sentí que me empujaron de la cama, —nos contó la primera entrevistada, una anciana de Lesosibirsk—. Después oí un gran ruido; era como miles de pájaros que volaban por encima de mi casa. Miré por la ventana y vi una gran luz de diferentes colores que se movía por el cielo.
Un campesino estaba haciendo sus compras en una de las tiendas cuando nos acercamos para preguntarle sobre el evento. Nos explicó que él vivía en una cabaña a la orilla del pueblo, y vio como todos los animales salieron corriendo del bosque:
—Se veían espantados, eran conejos, ardillas, venados, animales de todo tipo, y yo pensaba que venía un oso siguiéndoles. Algo así. Pero atrás de ellos no se veía ningún animal. Solamente esa gran luz.
Un señor que trabaja en la oficina postal nos dijo:
—Yo sentí un ruido, como cuando truena. Más bien, era como si hubiera tronado cien veces al mismo tiempo. Temblaron las paredes de mi casa y se rompieron todos los vidrios. Mi señora estaba gritando y gritando, no dejaba de gritar. Estaba aterrorizada.
Pasamos por la comandancia de la milicia y platicamos con los pocos policías que estaban ahí. El comandante nos dijo que él había hablado con los aborígenes evenki y yakuti —los que viven en la sierra cerca de aquí— sobre el evento:
—Los nativos me dijeron que sus carpas se fueron volando por el aire en el momento del estallido. Y esos aborígenes viven muy lejos del epicentro de la explosión. Aquí estamos a más de 100 kilómetros, compañeros.
Cuando salimos de la comandancia vi a una anciana, aparentemente en estado de ebriedad, sentada sobre una banca. La mujer estaba gritando incoherencias a todos los transeúntes. Cuando nosotros pasamos delante de ella, nos miró atentamente y siguió gritando:
—El juicio del Señor…siguen conspirando contra nosotros…pocos somos los que conocemos el secreto de Henoc…yo sé dónde están las Siete Puertas…
—Lo que son los vestigios de la ignorancia pre-revolucionaria, —murmuró uno de nuestros ingenieros.
Nosotros no la tomamos en cuenta; seguimos caminando. Pero yo, que iba al final de la fila de investigadores, le miré los ojos cuando pasé. La anciana me vio y me habló directamente.
—Ya te conocemos, Matvéi. Aquí te esperamos. Yo ya sé todo de tu vida, Matvéi.



Día 5 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
8 de julio del 1930
Lesosibirsk

Fallamos en nuestro primer intento de arribar al sitio de la explosión.
Por la mañana cuando nos reunimos en el comedor del hotel, el estado de ánimo de los compañeros seguía muy positiva. Nos pusimos a revisar los mapas de la zona, a calibrar los instrumentos, y a verificar que teníamos todo lo necesario: equipos de laboratorio, capital para los gastos, carpas y materiales de campo, fotografías y daguerrotipos de la zona. Platicamos, con alegría, sobre los últimos pormenores de la expedición mientras que desayunábamos pan con mantequilla y salchicha ucraniana.
—Según mis cálculos, —comentó Kulin—, hemos de encontrar hasta diez millones de toneladas de hierro en el sitio de impacto, camaradas. Se cree que la explosión en el 1908 fue el resultado de un meteorito. Si logramos recuperar el bólido, los metales que contiene le servirán a la industria soviética de manera inconmensurable. Gracias a nuestros esfuerzos durante esta expedición, camaradas, seguirá avanzando el desarrollo del pueblo soviético.
Los doce integrantes del equipo dieron un grito de júbilo y alzaron sus tazas de té. No obstante este optimismo inicial, cuando salimos del pueblo hacia las montañas nos dimos cuenta que no sería tan fácil llegar a la Zona Cero.
Al platicar con varios habitantes de la sierra, nos dimos cuenta de que nadie quería acompañarnos hasta el sitio de la explosión. Los campesinos rusos se persignaron y juraron que era “un lugar maldito”, que ni locos se irían hasta allá al “campo de los árboles quemados”. De igual manera, los aborígenes evenki, quienes viven en carpas en la sierra en un estado primordial, rechazaron nuestra solicitud de que nos guiaran hasta el sitio.
Conocimos a un joven evenko que hablaba algo de ruso y nos sirvió de traductor. Igual que las demás personas de su etnia, el joven era de baja estatura, de rasgos asiáticos, de pelo lacio y negro. Nos sentamos con él frente a su carpa y le pedimos que nos facilitara un guía para nuestra expedición.
—Yo no ir allá, lugar ser malo, —nos explicó el joven. Se acercaron algunos otros nativos y éstos le hablaron al joven frenéticamente en su lengua, con gestos dramáticos.
— ¿Qué dicen? —le preguntó uno de nuestros ingenieros al joven.
—Dicen que nadie ir allá nunca. Tener miedo.
— ¿A qué le tienen miedo?
—No es bueno ir allá. —El joven miró al cielo por un rato con preocupación en sus ojos negros—. Allá hay “hombres del valle”.
Los demás nativos agacharon las cabezas y evadieron nuestras miradas.
—¿Quiénes son los “hombres del valle”, joven? —preguntó Leonid Kúlik—. ¿Se trata de otra tribu de indígenas?
—No, —respondió el evenko—. No son hombre. Son…son como hombre, pero…diferente.
Nos despedimos y fuimos a buscar a grupos de indígenas evenki y yakuti. Todos nos repitieron lo mismo: que el lugar de la explosión era de mal augurio, y que nadie se atrevía a acercarse por temor a los extraños ‘hombres del valle’. Un anciano se fue corriendo desenfrenadamente al oír que queríamos arribar al sitio.
Sin lugar a dudas, aquí estamos muy lejos de Moscú.
Regresamos al pueblo esta noche con las manos vacías. Cuando entré a la oficina de telegrafía para mandarle un breve mensaje de saludo a Tania, la operadora me indicó que durante el día había llegado un telegrama para mí. Abrí el sobre y leí el texto. Era de Tania:

MATVÉI: QUIERO QUE SEPAS. –STOP
HOY ME REUNÍ CON MI EX ESPOSO PARA FIRMAR LOS PRIMEROS DOCUMENTOS DEL DIVORCIO. –STOP
NO PUEDO ENTENDER CÓMO PASÓ TODO PERO RESULTA QUE ÉL VINO A MI CASA, PLATICAMOS UN RATO, Y A FIN DE CUENTAS TUVIMOS SEXO. –STOP
CREÍA QUE SERÍA CONVENIENTE QUE LO SUPIERAS. –STOP  

Sentí una gran convulsión en el pecho. No sabía con qué tenor responderle. Pensé un largo rato y, finalmente, opté por seguir con el mismo caballerismo que—considero yo—siempre me ha caracterizado en mis relaciones con las mujeres. Traté de escribirle a Tania con comprensión y compasión, pero confieso que a la hora de escribir mi respuesta en el cuaderno de la telegrafista, me temblaba la mano.

QUERIDA TANIA: ME CAUSA MUCHA TRISTEZA LO QUE ME COMENTAS, PUES YO CREO QUE ESA DECISIÓN ES ALGO QUE NO TE CONVIENE A TI. –STOP
CREO QUE TÚ TE MERECES MUCHO MÁS, Y YO SÉ CÓMO ESE HOMBRE TE HA TRATADO EN EL PASADO. –STOP
ESPERO PUEDAS TOMAR MEJORES DECISIONES EN EL FUTURO, DECISIONES QUE TE BENEFICIEN A TI. –STOP
ATTE. TU FIEL MOTYA. –STOP

Regresé de inmediato al hotel y me acosté. Sigo acostado aquí escribiendo en mi diario, pues siento que esta noche tardaré varias horas en conciliar el sueño.


Día 6 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
9 de julio del 1930
Lesosibirsk

Dormí muy mal anoche. Soñé con grandes bosques de árboles que se torcían, se movían al son de una extraña música que se tocaba en tono menor, al estilo de Rajmáninov o Músorgski. Soñé con largas sombras humanoides que se movían entre los troncos.
Hoy salimos del hotel de nuevo y nos dirigimos a la sierra. Logramos caminar varios kilómetros y llegamos a una parte del bosque donde se puede observar la inclinación de los árboles que es el resultado de la explosión. Tomando en cuenta el ángulo de su inclinación, el compañero Kúlik dijo que la Zona Cero estaba a unos 100 kilómetros de nosotros, rumbo al noreste. Los químicos de la expedición tomaron algunas muestras del suelo y de la corteza de los árboles.

Lamentablemente no pudimos avanzar más; la inclinación de las montañas y la espesura del bosque nos resultaron prohibitivas. Temo que si no encontramos guía, no podremos llegar hasta la Zona Cero y nuestra misión será considerada como un gran fracaso, tanto para la ciencia como para la industria soviética.
Antes de regresar al pueblo, nos paramos en otra comunidad de indígenas evenki para entrevistar a la gente mayor. Les preguntamos qué recordaban del evento en 1908. Kúlik se sentó en el suelo y se puso a platicar con un hombre centenario de vestimento tradicional. El anciano de cabello largo, piel arrugada y ojos pequeños, le explicó a Kúlik lo que recordaba del evento. Nuestro intérprete tradujo todo:
—Yo vi mucho fuego. Era como lo que los rusos llaman el “relámpago”, pero más fuerte, más temible, más terrible. Parecía que un segundo sol había nacido en el cielo. Temblaban mis huesos, temblaba la tierra. Yo cerré los ojos y me puse a rezarles a mis ancestros, les pedí que me llevaran de la tierra, porque yo sentí que la tierra se consumía en llamas…
Mientras que Kúlik hablaba con el anciano, yo me quedé viendo un niño que estaba sentado sobre una colección de pieles de venado detrás del señor. El niño me miraba de vez en cuando; cuando me veía me hacía unos gestos raros con las manos. Después de unos minutos, me di cuenta que los gestos le correspondían a la conversación que los dos hombres llevaban. Era como un mimo que narraba la historia con las manos.
Lo extraño es que el niño no hacía sus gestos en el mismo momento en que se mencionaba algo: él anticipaba los temas de la plática. Primero el niño alzó la mano y miró hacia arriba; diez segundos después, Kúlik le preguntó al anciano si había visto algo en el cielo. El niño señaló la cabeza antes de que el anciano le contara a Kúlik que le dolió la cabeza después del suceso. Tras observar este intercambio surrealista por unos veinte minutos, sentí la necesidad de alejarme: comencé a sentir que yo perdía todo concepto del tiempo linear.

Ya había oscurecido cuando regresamos al pueblo de Lesosibirsk. Me fui corriendo para llegar a la oficina de telegrafía antes de que cerraran. La señora ya estaba cerrando la puerta cuando llegué, pero sacó un sobre de su bolsa y me lo entregó. Era otro telegrama de Tania:

MATVÉI, TÚ NO TIENES DERECHO A RECLAMARME NADA, YO HARÉ LO QUE ME DÉ LA GANA. -STOP


Día 7 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
12 de julio del 1930
Lesosibirsk

Parece que por fin hemos encontrado a un guía. Esta mañana conocimos a un viejo campesino de carácter taciturno y de tendencias alcohólicas. Me dio la impresión de que es un hombre que se lleva con todos los habitantes de la sierra sin tener amistades con nadie. Aceptó llevarnos al sitio de la explosión por el precio de 200 rublos y una botella de vodka.
Mis compañeros se mostraron alegres al saber que mañana nos lanzaremos para la sierra. Yo fingí compartir su entusiasmo; sin embargo, siento una profunda inquietud en mi ser. Tengo la impresión de que nos estamos acercando a un gran peligro. Es como caminar hacia un horno muy caliente con los ojos vendados; no ves qué hay por delante, pero sientes su intenso calor.
Después de empacar mis cosas en una mochila verde olivo del ejército soviético, me senté en el escritorio de mi habitación. Decidí escribirle una carta a Tania.

Queridísima Tániechka,
Quiero que sepas que no pretendo reclamarte nada. Yo entiendo que tú estás pasando por un momento difícil en tu vida. Quiero que sepas que, pase lo que pase, puedes contar con mi apoyo. Te quiero y te estimo, y nada podrá cambiar eso.
Mañana nuestro equipo sale para Tunguska, el sitio del estallido, así que no podré comunicarme contigo por varios días. Pero cuando vuelva de esta misión con mis compañeros victoriosos, me iré en el primer tren para Krasnoyarsk. Te propongo que vayamos a cenar en el restaurante más lujoso de la ciudad. Festejaremos la finalización de tu divorcio y el éxito de esta expedición.
Con mucho amor,
Tu fiel Motya

Ya con el corazón alivianado, salí de la habitación para dejar la carta con la empleada del hotel. Al caminar hacia la escalera noté a un hombre alto y delgado, vestido de negro, que estaba parado del otro extremo del pasillo. Parecía estar observándome. Le saludé con la mano y bajé por la escalera.
Cuando llegué al área de recepción en la planta baja, miré con asombro. Ahí estaba el mismo señor vestido de negro, sentado en una silla al lado de la puerta de entrada. Y no había otra escalera más en el hotel.
— ¿En qué le puedo ayudar, compañero? —me preguntó la recepcionista.
—Ah...sí, quisiera encargarle esta carta. Para Krasnoyarsk. Ahí está la dirección.
Volteé. El hombre ya no estaba.
Pasé al comedor para cenar con mis compañeros. Encontré a Kúlik comiendo un plato de kasha de arroz; me indicó que me sentara con él.
—Mañana saldremos para la sierra, Matvéi, —me comentó Kúlik cuando bajé al comedor en tarde—. ¿Ya hiciste tu maleta?
—Sí, todo está listo.
—Ya pronto verás lo que se siente, Matvéi. Cuando encontremos el cráter, cuando veamos el meteorito...conocerás la sensación de haber realizado un gran logro para la patria. Cien toneladas de hierro, ¡imagínate, camarada!
—Sí, me parece genial, compañero.
—Pero qué te pasa, Matvéi? Te veo algo distraído.
—Es que…nada. Vi a un hombre desconocido en el pasillo, en el tercer piso, cuando iba saliendo de mi habitación…
—Ha de ser otro inquilino, —me dijo Kúlik—, sabes que de vez en cuando llegan otros miembros del Partido a este pueblo, por asuntos oficiales. No te preocupes. Mañana partiremos a la sierra, y la suerte está de nuestro lado.


Día 8 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
16 de julio del 1930
En la sierra de Siberia

Llevamos cuatro días caminando por este bosque espeso y oscuro. Hemos dado largas vueltas por el monte. A veces parece que nuestro guía ignora la topografía de la zona más que nosotros. A veces parece que caminamos por el mismo lugar dos o tres veces seguidos.

Después del segundo día en el campo, nos dimos cuenta de que todas nuestras brújulas ya habían dejado de funcionar. Pareciera que el mismo bosque hace un esfuerzo consciente y malévolo de desorientarnos. Hay días en que el sol parece mantenerse parado en el cielo por horas sin moverse; en otras ocasiones, cae la noche súbitamente.
Los quehaceres más sencillos y cotidianos resultan casi imposibles aquí en la sierra. Hoy nos resbalamos por una ladera y nos caímos a un pantano fangoso. Se me ensució todo, se rompió la manga de mi camisa, y tuve que lavar la ropa en un arroyo cercano. Si lavar a mano no es gran cosa cuando uno está en su departamento en la ciudad, resulta casi imposible aquí con el agua helada y la fuerte corriente del arroyo.
Al regresar a nuestro campamento colgué la ropa sobre un árbol para que se secara. Acabo de ir a recogerla —no tarda nada en secarse aquí con este calor de verano— y noté algo inexplicable. La manga rota de mi camisa estaba cocida; alguien le había hecho unas puntas primitivas con un hilo grueso. Supuse que había sido uno de los integrantes del equipo…pero ahora recuerdo que ninguno de estos hombres sabe coser.
Actualmente estamos acampando en un lugar con vista al Río Podkamennaya Tunguska, a unos 80 o 90 kilómetros del pueblo de Lesosibirsk. Tendré que dejar de escribir por ahora, pues está oscureciendo y tenemos poco keroseno para las lámparas. Afuera se oye la voz perturbada de Kúlik. Está preguntando a todos dónde se encuentra el ingeniero Abrámov. Ahora que lo pienso bien, no he visto a Abrámov en todo el día.


Día 9 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
18 de julio del 1930
En la sierra de Siberia

Seguimos sin dar con el ingeniero Abrámov. Ayer Kúlik mandó a dos miembros de la expedición a regresar al último campamento de evenki que vimos; iban a solicitar el apoyo de los nativos para buscar al compañero extraviado. Nuestro guía nos advirtió que es peligroso andar a solas por esta sierra. “A veces el monte te juega,” dijo.
Ahora somos nueve hombres más el guía. Éste nos promete que la Zona Cero está cerca; nos indicó la vereda que nos llevará hasta la cumbre de una montaña desde la cual podremos gozar de una vista panorámica del sitio de la explosión. Kúlik parece haberse olvidado momentáneamente de los tres compañeros que nos faltan; piensa sólo en la misión. Está corriendo por el campamento calibrando instrumentos, revisando el equipo de nuestros fotógrafos, dando órdenes en voz alterada. “¡Mañana, compañeros, llegaremos mañana! ¡Mañana será un día histórico para el pueblo soviético!”
Y yo me di cuenta de que será un día doblemente histórico: mañana se finalizará el divorcio de Tania.

Día 10 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
19 de julio del 1930
En la sierra de Siberia

Hoy llegamos. Hoy, después de perdernos, después de luchar contra la maleza del campo siberiano y los zancudos voraces, después de perder a tres integrantes del equipo, llegamos a la Zona Cero.
Cuando salimos del campamento Kúlik no pudo ocultar su emoción. Caminaba a paso apresurado, con un aspecto casi infantil, animando a los demás. 
¡Vamos, compañeros, vamos! ¡Está aquí arriba, por esta colina!
Nuestro guía optó por quedarse en el campamento.
Cuando nos aproximábamos a la cumbre, Kúlik comenzó a hablar frenéticamente con el fótografo:
— ¡Qué no se te pierda ni un detalle, compañero! Quiero que nos retrates a todos en el momento en que lleguemos a la cumbre. Quiero que nos saques una foto frente al cráter. Qué salga el meteorito allá abajo detrás de nosotros.

Cuando nos acercábamos a la cumbre, Kúlik se echó a correr, pues quería ser el primero en ver el bólido. Los demás le seguimos con la mayor prisa posible, respirando profundamente el aire que olía a pino y abedul. Kúlik ya se había alejado de nosotros cuando llegó a la cumbre. Se paró de inmediato y se quedó viendo el valle en silencio.
— ¿Cómo se ve, compañero? —le pregunté. No dijo nada.
— ¿Qué ves, compañero Kúlik? —volví a preguntarle. Kúlik estaba atónito. Cuando nos acercamos más, pude ver que su rostro seguía sin expresión.
—Pero ¿qué pasa, Kúlik?
Por fin lo alcanzamos en la cumbre de la montaña. Todos miramos hacia abajo. Y todos quedamos igual de atónitos, mirando todo el valle en silencio.
Vimos una escena de desolación y destrucción. Era muy diferente del sitio de un incendio o un diluvio, pues no tenía el aspecto salvaje y descontrolado de un desastre natural. En el valle abajo —un área de varios kilómetros— vimos una escena de simetría perfecta. En el centro del valle hubo un gran círculo de troncos ennegrecidos que estaban rectos. Más allá del mero centro de la zona, los árboles comenzaban a inclinarse hacia afuera, con una perfección geométrica; entre más lejos estuvieran del epicentro, más se inclinaban.
Kúlik se quedó viendo el centro del valle. Se veía desahuciado. Después de un largo rato, dijo lo que todos pensábamos.
—No hay cráter.
En el centro de la Zona Cero, donde esperábamos encontrar el cráter que siempre acompaña el impacto de un gran meteorito, ni siquiera vimos una depresión en el suelo.
—No hay cráter, Matvéi. No hay meteorito. Ningún maldito bólido de hierro. Ningún cráter. Nada.
Solamente vimos los efectos del suceso: los árboles quemados, ennegrecidos e inclinados. Una simetría perfecta, como si hubiera sido hecha a máquina. Era como encontrar a la víctima de un asesinato sin hallar pruebas de la causa de su muerte.
Nos bajamos hasta el epicentro. Era un lugar de silencio absoluto, con un ambiente fúnebre. Las aves no entraban al valle; no vimos ni un animal, ni siquiera un insecto. Cuando los ingenieros tomaron algunas muestras del suelo se movieron lentamente, con las cabezas inclinadas, con la misma reverencia de las misas ortodoxas del pasado.
Hasta el cielo se veía diferente desde el valle de los árboles quemados. Parecía ser un verdadero firmamento sólido e inmóvil, una gran burbuja de vidrio que nos cubría a todos. Yo comencé a sentir que me faltaba el aire en esa cuenca sofocante.
Claro que yo no creo en Dios. Pero cuando por fin salimos de ese lugar, le di las gracias a Dios inmensamente.


Día 11 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
24 de julio del 1930
Ciudad de Krasnoyarsk

—Entonces, ¿dices que no hubo cráter? —me preguntó Tania, después de comerse la primera mordida de su pollo Kiev. Le brillaban los ojos verdes con la luz de las velas. El violinista tocaba una sonata de Tchaikovsky desde el otro extremo del restaurante.
—Nada, —le respondí.
— ¿No encontraron ni cráter ni meteorito?
—Los ingenieros encontraron rastros de silicato y magnetita en el suelo. Esto indica algo…algo que no es de la tierra. Son elementos extraterrestres, elementos que solamente se encuentran en otras partes de la galáctica. Pero no hubo rastro alguno de un meteorito.
Tania agarró la botella y se sirvió otro trago de vino.
—Y ¿qué te dijeron los lugareños que vieron la explosión en persona?
Le expliqué de la luz azul en el cielo, de los animales que se fugaron del bosque, de los “hombres del valle” que los aborígenes tanto temían.
—Nos dijeron que es algo que se debe de respetar, pero que no se puede entender.
En ese momento, entró un viento helado al restaurante y apagó todas las velas. El camarero fue a cerrar la puerta de nuevo.
—Pero ya, querida, —le dije a Tania—, ya no quiero seguir hablando del trabajo. Mañana tengo que regresar a Lesosibirsk de nuevo. Nos ha dicho Kúlik que seguiremos con los estudios hasta que demos con una explicación del acontecimiento. Pero ya no quiero pensar en eso: quiero pensar en ti. En nosotros.
Tania me sonrió.
—Vamos a brindar, Tániechka. Brindemos por la finalización de tu divorcio. Por un nuevo comienzo. Brindemos por nosotros.
Tania, esa hermosa mujer de cabello radiante y piel suave, levantó su copa y me sonrió. Después se paró para darme un beso. El beso se prolongó, y me dio otro beso. Y salimos del restaurante, y no dejamos de besarnos, durante toda la noche, hasta el amanecer.


Día 12 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
25 de julio del 1930
En el tren de Krasnoyarsk para Lesosibirsk

Hoy regreso al poblado de Lesosibirsk, más feliz que nunca. Tania está en mi vida y la suerte está de mi lado. Con los demás integrantes del equipo, pasaré los próximos días dándole seguimiento a la investigación. Examinaremos a fondo toda la información recopilada, y lograremos explicar a fondo el extraño suceso en Tunguska, cueste lo que cueste.
Va avanzando la investigación, va avanzando mi carrera, va avanzando mi amor platónico con Tania. La vida es hermosa.


Día 13 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
30 de julio del 1930
Lesosibirsk

Seguimos aquí en la aldea. Hemos pasado los últimos días trabajando en la comandancia de la milicia, la cual nos ha prestado sus instalaciones para nuestra investigación. Hay pocos policías aquí actualmente; la mayoría están en la sierra todavía, buscando a los tres compañeros que nunca bajaron de la montaña.
Nosotros nos hemos empeñado en analizar las fotografías; los químicos han realizado estudios con las muestras que se tomaron; los psicólogos del equipo están analizando nuestras entrevistas con los lugareños. Cada tarde nos reunimos en el comedor del hotel para comparar nuestras respectivas interpretaciones y desarrollar el plan de trabajo para el siguiente día.
Seguimos sin explicar la información recopilada. Kúlik nos impulsa a trabajar con más ganas; nos promete que nos estamos acercando cada día más a la explicación del evento en Tunguska.
Todos los días trabajo incansablemente. Sin embargo, hay dos cosas que me tienen algo preocupado y distraído. La primera es que no he sabido nada de Tania, desde hace casi una semana.
La otra es lo que pasó esta mañana.
Supongo que fue por el cansancio. Era cosa de mi imaginación, seguramente. Pero me tiene inquieto.
Me estaba rasurando en el baño del hotel, como hago todos los días por la mañana. Tenía la radio prendida y escuchaba las noticias que llegaban de Moscú. Ya me había aplicado la crema cuando la voz del locutor anunció la hora de Moscú. No sé por qué, pero esa voz siempre me tranquiliza. Me pone de buen humor saber que en todo el país, todos escuchamos la misma voz de Moscú y todos la escuchamos igual cuando se dirige a todas las estaciones del país y dice, “Govorit Moskvá vsiem stántsiam Soviétskovo Soyuza!
Me rasuré y pensaba en la lista de pendientes del día. Después miré mi reflejo en el espejo. Casi había terminado de rasurarme, estaba lavando el rastrillo en la tinaja, y...pero parece una locura.
Podría jurar que mi reflejo me guiñó el ojo.
Ha de ser por el cansancio, digo. Todo tiene una explicación.

Día 14 del diario del Ing. Matvéi Paríkov
4 de agosto del 1930
Lesosibirsk

No se entiende este maldito caso del bólido en Tunguska. No se entiende la información. No se entiende la gente de esta sierra siberiana. No se entiende nada.
Nada tiene sentido.
Todo parecía indicar que hoy sería un día normal. Hoy me levanté igual que todos los días anteriores, desayuné en el comedor del hotel Inturist, y me fui a la comandancia.
Era un día normal.
Me puse a trabajar. Platiqué con los ingenieros, con los químicos y psicólogos. Volvimos a revisar las fotografías y las entrevistas, y seguimos desarrollando nuevos acercamientos teóricos. Programamos otra reunión para el día siguiente, y anotamos nuestras conclusiones en los cuadernos de investigación. A las 17:00 horas de la tarde, entró Kúlik a la comandancia.
—Compañeros, —nos dijo con una voz mucho más seria que lo normal—. Se acaba la investigación. Tengo el telegrama de Moscú. El gobierno nos ha cortado el presupuesto. Sin el hierro del meteorito, nos dicen, la investigación no tiene sentido. Se acaba todo. Mañana podrán salir para sus casas.
Cuando salimos de la comandancia, Kúlik no me quiso ver los ojos.
Caminé hacia el hotel a paso lerdo, a la hora del crepúsculo. Pensaba dejar mi maletín en mi habitación y tomarme un té con limón en el comedor antes de irme a descansar. Al siguiente día iría a la oficina de telegrafía para mandarle un mensaje a Tania.
Cuando entré al hotel, me habló la empleada de Inturist:
—Ha llegado una carta para usted, Señor Paríkov. De Krasnoyarsk.
Abrí el sobre. Leí el texto, escrito con la letra inequívoca de Tania. Y me quedé sin ganas de tomarme el té, ni de comer nada, ni de acostarme ni de levantarme mañana.

Querido Matvéi,
Sabes, te agradezco toda tu ayuda durante esta etapa difícil en mi vida. Pero ya he decidido regresar con mi esposo. Te pido que no vuelvas a contactarme. Espero te encuentres muy bien.
Atentamente,
Tania

Después de todo lo que ha pasado, yo no sé qué es más extraño. No sé si es más inexplicable el caso de la trabajadora en el tren que se desplazaba invisiblemente por el vagón, o la anciana loca que sabía mi nombre, o los aborígenes evenki y sus relatos de “hombres del valle”, o el niño que anticipaba la conversación con sus gestos, o el hombre que apareció dos veces en el hotel, o mi camisa que se coció sola, o los hombres extraviados en la sierra, o el reflejo que me guiñó el ojo, o la gran explosión que no dejó ni cráter ni meteorito o los árboles quemados o la desorientación de la Zona Cero o la falta de animales allá en la sierra o la falta absoluta de rastros después del enigmático Evento de Tunguska…
O la conducta de Tania.

-por David Schmidt 


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